Tener más de cincuenta años y ser un desocupado en Mar del Plata abre las puertas de emprendimientos particulares. A veces fuera de la ley.
por Agustín Marangoni
(Las identidades de las personas de esta crónica fueron cambiadas para preservar su identidad. Las historias son reales).
Lo dice con un tono de resignación que duele.
– ¿Qué querés que haga?
Alberto tiene cincuenta y tres años. Se quedó sin trabajo, está separado y tiene dos hijos menores. De esa vida próspera de auto, vacaciones y local de venta de ropa sólo le quedó la casa, un chalet de 180 metros cuadrados con un jardín que hoy se convirtió en su principal fuente de ingresos: la venta de marihuana.
Algunos de sus amigos fuman. Y algunos amigos de sus amigos también. Alberto cobra 5000 pesos por cada frasco de flores y llega a fin de mes con lo justo. No se arriesga, no le vende a cualquiera, sólo a los conocidos. Tampoco reparte, es consciente que salir a la calle con un frasco le puede generar un problema serio. Por eso, todo en confianza y sin ambiciones.
Hace dos años, las ventas del local que alquilaba en la avenida Juan B. Justo se derrumbaron al punto de pasar días completos sin abrir la caja. Primero recortó el personal, después tuvo complicaciones para reponer el stock y, por último, se le acumularon tantos impuestos sin pagar que no le quedó otra que bajar la persiana. Saldó sus deudas, pero el costo de vida de mantener una casa y una familia no se detuvo. Fue su pareja actual, Adriana, cinco años más joven que él, la que le propuso cultivar unas plantas en el jardín. Esas flores más algún trabajo que fuera surgiendo le iban a alcanzar, en teoría, para mantenerse. Y así fue.
– No es nada fácil. Tengo vecinos, me tengo que cuidar, nadie tiene que saber nada. Esto es una bomba de tiempo, lo sé, pero no tengo opción– dice.
Además de las plantas, Alberto sigue en el negocio de la ropa, pero informalmente y sin continuidad. Trabaja de revendedor y depende casi exclusivamente de los fines de semana largos. Hay meses que saca suficiente para los gastos fijos y hay meses que apenas vive una semana. Sus hijos no saben lo que hace, su exmujer tampoco y ni tiene intención de contárselo. Principalmente porque –lo dice literalmente– le da vergüenza.
– La calle es muy hostil. A mi edad es muy difícil conseguir trabajo. Lo poco que pude conseguir está muy mal pago. Nunca me imaginé llegar a los cincuenta y encontrarme en esta situación, si no fuera por mi jardín sería un indigente. No podría ni pagar un alquiler– comenta.
La misma situación vive José Luis. A sus cincuenta y siete años el mayor tesoro que tiene es el jardín de su casa donde cultiva plantas de marihuana con la ayuda de sus hijos mayores. Los chicos fuman ocasionalmente y lo ayudan a mantener cuatro plantas en tierra. Cultivan en esta época, fines de octubre, y cosechan en abril, cuando las flores ya tienen el color y el tamaño adecuado. Después guardan en cajas y van dosificando la venta en frascos, a 4500 pesos cada uno. A veces preparan de menos cantidad. Venden de a poco, para que dure todo el año y sólo a gente de confianza. José Luis no fuma, lo hace para llegar a fin de mes. No tiene trabajo, no está jubilado y arrastra una complicación cardíaca que lo obliga a tomar medicamentos y hacerse un chequeo obligatorio al año. Paga casi 6 mil pesos mensuales de obra social.
La casa la heredó cuando se casó, a los treinta años. Tuvo negocios de todo tipo: librería, almacén, guardería de perros, compra y venta de autos usados. Y vivió buenos momentos económicos, pudo viajar varias veces por el país y al extranjero con su familia. Hoy la vida lo encuentra sin opciones y con deudas. Apenas llega a pagar la luz y el gas con el subsidio nacional. El impuesto municipal lo abandonó hace más de un año. El provincial también. Lo que gana lo usa completo para los servicios, la comida y la salud.
– No creo estar viejo, pero el mercado me hace sentir así. Es muy difícil empezar de vuelta a mi edad. Nadie te contrata, nadie te ofrece nada fijo. Mis plantas y mis hijos que me explican cómo cuidarlas hoy son mi único sustento– dice José Luis.
– No podía hacer la denuncia, no podía avisarle a nadie. Estaba encerrado y desesperado– dice.
Eduardo tiene cincuenta y nueve años, es viudo y sus hijos viven en el exterior, ganan lo justo en un restaurante, en la costa del Mediterráneo. Su negocio de artículos de limpieza firmó el cierre definitivo a principios de este año, después de cinco meses seguidos de ventas en baja. Buscó trabajo, tocó puertas de viejos conocidos, pero nada. Apenas dos changas mensuales que no le alcanzan ni para llenar un carrito en el supermercado.
–Así estoy viviendo. Con deudas, con lo poco que me pueden enviar mis hijos e intentando tramitar una jubilación de miseria que ya me dijeron que no va a salir en el corto plazo.
Su primo le aconseja que no vuelva a cultivar, porque su casa seguramente ya está marcada. Eduardo no se queda quieto. No puede. Todos los días sale a la calle, habla con gente, va hasta el centro en bicicleta a leer los clasificados en el café de un amigo. En su chalet de zona norte, una casa amplia de tres habitaciones que en otros tiempos conoció épocas felices, espera solo e inquieto alguna novedad.